En la pureza del azul


Queda lo azul, que es lo puro y lo libre, lo denso y lo leve, la luz y los silencios de ese poeta de verdad que es César Guerrero. Gracias a él, entramos en la pureza del azul, en lo Absoluto que se guarda detrás de toda auténtica poesía.

Max Rojas (en el Prólogo). 


En la pureza del azul incluye poemas inspirados por Miles Davis, Rufino Tamayo, Xavier Villaurrutia, Emilio Salgari, Santiago Cuenca Poblet, Dead Can Dance, J.S. Bach, Edward Weston, Charles Baudelaire y Noah Selth, a quienes están dedicados.

Ed. Urdimbre, México, 2005, ISBN: 968-5601-17-81

PRÓLOGO, por Max Rojas

 

Adentrémonos en lo azul, pues; en la pureza de lo azul. Y lo azul es –en el caso de este libro–, lo calmo, lo tranquilo, lo gozado en plenitud al tiempo de crearse y ser recreado por cada uno de nosotros, los lectores. La pureza, además, no puede concebirse si no es en relación con lo claro, lo luminoso, y sólo un espíritu abierto a los frescores que aún sobreviven a los vientos turbios que galopan por el mundo, puede entrar allí y no salir al borde del deslumbre sino ponerse a escribir estos poemas que arden, lanzan chispas, nos dejan pequeñas quemaduras al gozarlos.

         Mar y cielo, noche y día, amor y ese como fuego tiritante por la ausencia que desamor dejara al irse y quedar sólo lo frío, ¿no son, también lo azul y no es lo azul todo lo que conforma y mantiene viva una existencia humana? Y una existencia humana ¿no es –o debiera ser, mejor dicho– vista como un Absoluto? Y lo Absoluto, ¿no nos da, de por sí, esa sensación de llenura vital, de vida plenamente vivida, tan escasas –la plenitud y la vida– en estos días en que lo escuálido y lo esmirriado, lo vulgar y pedestre, lo ramplón y vacío, lo vergonzante y lo avergonzado son las notas dominantes? ¿Dónde están las cabezas levantadas y las palabras justas? ¿Dónde quedaron la elegancia y los vocablos como dardos?

         El mundo se ha angostado y el azul es, también, lo infinito. Las aldeas globales –hasta hace poco, tan loadas–, se convierten en pequeñas islas grises que van a la deriva, y el aire se enrarece más a cada instante. Lo azul y su pureza quedan para unos cuantos poetas y unos pocos dementes, que son los lectores de poesía.

         La salvación –la humana y la divina, las dos, incluso– desaparece de la escena y el hombre –el supuesto hacedor de la Historia, sigue solo, acaso más que nunca, y sin salidas a la vista, despojado de símbolos y mitos, sin lenguajes y sin mundo, sin historia propia, individual y colectiva.

         Los nuevos profetas son como los viejos bárbaros de siempre pero más hipócritas. Por donde graznan, se embosca la Palabra como verdad del hombre sobre el mundo y donde pisan, no vuelve a crecer la yerba. Todo es cemento, por donde andan o arrastran sus muletas los últimos cadáveres.

         Poesía debe ser pureza y pureza es claridad, luz del día, aunque también la noche más lóbrega se ilumina y resplandece a la luz de lívidos relámpagos como si fuera el día. “Sólo los malagradecidos no hablan de la luz, vino a decir José Martí en una frase espléndida –esto es, los ciegos del espíritu, los que carecen por completo de decoro y decencia, los no-hombres, pues, los no humanos, lo que abunda.

         No hay poesía sin vida y no hay vida plenamente vivida sin decoro y ¿qué es lo que más falta nos hace en este mundo de artefactos para hacerlo más humano que vida y decoro, eso que, ahora tan fácilmente se vende o se traspasa sin rubor alguno?

         Queda lo azul, que es lo puro y lo libre, lo denso y lo leve, la luz y los silencios de ese poeta de verdad que es César Guerrero. Gracias a él, entramos en la pureza del azul, en lo Absoluto que se guarda detrás de toda auténtica poesía. A él, como dice en el final magnífico de un poema, lo sostiene un lenguaje inmaculado.

         Que la Gracia de ese lenguaje nos sostenga a todos.

 

 

                                                        Max Rojas.*



* Max Rojas (México, 1940). Autor de El turno del aullante (1983, Verdehalago/Conaculta) y Ser en la sombra. Su obra ha sido incluida en las antologías Dos siglos de poesía en México (Océano), Poetas de una generación: los 40’s (UNAM) y Poesía de la ciudad de México (Instituto de Cultura de la Ciudad de México).

Poemas de En la pureza del azul

Atmósferas

Estética

Despedidas

Ultravioleta

 

Como preludio a la noche

por un instante,

todos los colores del espectro

se rinden

ante la brillante pureza

de uno solo.


Hoy volaron los árboles


Hoy volaron los árboles.

Lo han hecho ayer,

lo harán mañana.

 

Hace tiempo no yacemos

a sus pies de gigante,

el viento arrullando

bajo la caricia de diminutas sombras.

Hace tiempo los árboles extraviaron sus pájaros,

las ramas trocaron en cables,

los nidos sobre troncos monolíticos.

 

Aún consiguen crecer en cautiverio,

en jardineras o patios.

En Navidad gustamos de su compañía

para verles morir.

Luego dejamos insepultos sus cadáveres,

los muñones marchitos, sobre el pavimento.

 

Tras el horizonte perdido,

la vista enclaustrada por atardeceres ceñudos,

detrás de geometrías monótonas

y sofocado por esquirlas de aire oscuro,

el árbol se cansó de ser árbol.

Las piernas inmóviles,

las alas atadas,

un plumaje inútil sus hojas.

 

Volaron los árboles, volaron.

Se encendieron ante la indiferencia,

vinieron a tocarnos la piel con su ceniza,

nos increparon con el olor de su resina.

 

Volaron. Por eso volaron.

Para mostrarnos la frente del cielo

que hace tanto tiempo no miramos.


Kind of Blue

A Miles Davis

 

En la pureza del azul

en su vibrante, diáfana sencillez,

dulce, como talle de madera mojado en laca oscura,

larga, como un slide en el trombón,

la sombra resplandece.

 

Deja caer sus ropas con suave parsimonia,

y las notas describen con su tacto una mujer de aire,

sólo visible esta noche,

vestida en su mirada azul.

 

Siguen sus pasos la tarola y el platillo,

la trompeta alcanza su pie,

el saxofón su muslo,

la besa el piano

y el contrabajo bebe su aroma hasta embriagarse.

 

Todo el azul cristaliza en cinco tomas sin retoque

en brillo de neón

sobre pavimento humedecido en la llovizna,

como espuma sobre arena

bajo un crepúsculo de nubes,

o agua gorgoteando en la atarjea

tras las cortinas fantasmales de la Luna.

 

Amanuenses del mar y del cielo,

siete músicos divinos retrataron,

intuyéndolo apenas,

todo el azul que hace extraño, apacible y seductor

transcurrir, en un trazo felino,

como velero trasnochado

por el lienzo de este mundo.


Estremecimiento

A mi Padre.

 

Tras el rostro de los muros

que circundan la plaza

donde habitan el círculo y la esfera,

yace el espacio sin tramas.

 

Antes del signo

que trazan las estrellas

con sus yemas luminosas

       el mensaje permanece indefinido.

 

Cuando el impulso

comienza su agonía y se extiende

negro el manto del vacío,

       mis pasos vacilan.

 

En el instante que dura

el hueco que abre

en la columna del destino,

       tomo en firme lo indecible.

 

 

Luego que la sal desprende

al cruzar el quicio

intocable de la puerta,

       me sostiene un lenguaje inmaculado.


Retratos


Hay momentos en que los rostros callan,

en que su respiración de gestos

de pronto se contiene.

 

Inclinados, o mirando a lo lejos,

sus ojos encuentran lo inefable,

y se dibuja en ellos un atisbo

serio y extraño.

 

Se congelan así,

como en los retratos furtivos.

Adquieren el color del polvo,

y sus formas apenas indican

el comienzo impreciso de una ruta

ávida de abrevar la mirada

en la inmensidad de su desierto.

 

Abren sus párpados

como las tapas de un libro,

y el iris de sus ojos

se estría en mil enigmas,

como un manojo de posibles transparencias

a punto

       de

                 ser

                           arrojado

 

                                              al viento…

 

El fantasma del tiempo otorga,

como un oráculo,

la visión de un rastro ajado y sabio,

de un boceto trazándose apenas

sobre la fibra de la piel.

 

Hay momentos en que los rostros callan,

en que los observo cavilar

sus horizontes privados:

 

como una invitación a revelarlos.


La espiga

Apreciación de Rufino Tamayo

 

En medio de la noche aún brillan dos nubes,

y en el centro azul de esa última mirada

un corazón de trigo ilumina de paz la plaza húmeda,

poco antes que la luz se disuelva en las tinieblas.


El último baile de la muerte

Inspirado por Rakim, de Dead Can Dance

 

En el punto más arcano del silencio

abre un compás de tiempo.

Vibra con destellos sincopados,

a sí mismo se construye,

transcurre con el ritmo.

 

Desde la garganta oscura del viento

el polvo yergue brumoso

e invoca en el aire recuerdos primigenios

percutido por el pulso

más atávico del mundo.

 

El dedo de una llama emula

el rayo de una estrella.

Bulle subterráneo el rumor del agua

como un cello que despierta en crescendo.

 

Y entonces...

 

murmura el fuego.

 

Las ramas enlazan sus frondosas cuerdas

en la caja resonante del espacio.

Cantan. Entonan armonías

al percutir la tierra los pies secos,

dejando testimonio de la euforia prima

que ahora abate su sordera.

 

Al punto, florece un círculo

con los cuatro fundamentos míticos

y su quintaesencia, extendidos

en centrífugos brazos los primeros

y de vuelta ineludible

al centro de su naturaleza.

 

Crepita ahí la llama,

su luz proyecta de nuevo

las fluctuantes sombras.

 

Es la Vida cuya mano toma

los fríos dedos de la Muerte.

 

 

Y danzan, giran ambas,

Vida y Muerte

con el fuego separando sus cuerpos alegóricos

en el corazón del Universo.

 

Bajo el rito de su danza pulsa la memoria,

sus conciencias enfrentadas encienden

la máquina del tiempo,

crecen como hierba las ideas

y en los ojos de agua,

sorprendidas se miran las estrellas.

Los elementos contrapuestos

se hermanan con su otro,

eje ecléctico del movimiento.

 

Mas en el breve abismo

el transcurso de otro ciclo se abre paso.

 

Por la soberbia de uno

la evasión del otro revierte

en la negación de sí mismo.

 

Los ojos iluminan las órbitas de frente

que comprenden la esencia de ese brillo.

La vida reconoce al tacto yerto en su destino.

 

Así como el cielo ha visto cada tarde

desvanecerse su reflejo sobre el mar,

un espasmo helado sofoca

la hoguera del aliento y la mirada

mientras la memoria de los huesos

pierde conciencia de lo que hoy ha visto.

 

El instante recuerda que es efímero.

Todo regresa inerte al sueño del olvido.


Amnesia


Y de pronto no soy

sino las huellas que recojo,

las huellas que he dejado enterradas sin saberlo,

olvidado en la memoria de otros.

 

Ascetas de sí mismas,

como mariposas renaciendo

desde el polvo,

afloran a la luz de mi conciencia.

Me desconozco

y procuro trazar un rostro nuevo.

 

Como cristales opacos

que sugieren aún sin reflejo,

como restos sin propósito

con amnesia de su olvido,

las miro en silencio

y me pregunto:

 

-¿Es esto?

¿Alguna vez acaso hice

lo que no recuerdo?

Entonces sonrío

y me reconstruyo,

como Narciso

ante un espejo roto.

 

Por un instante

dudo ser aquél que siempre he sido

y me miro como si mirase a otro

de mí mismo sorprendido.


Espejismo


La huelo por los ojos.

 

Evade el rastro del sendero

hasta no ser sino resplandor

de guijarros resonando en el oído.

Camino bajo la oculta mirada de lechuzas

y entre savias que contienen el aliento.

Sabe a viento y a cabellera húmeda.

Su presencia inescrutable

cuela entre mis ropas,

se condensa en el borde

de cada uno de mis poros.

Me besa los ojos

con su aliento de sueño;

en sombras delinea

mis labios con sus yemas.

Me respira hondo.

Su manto de siglos disuelve la Luna

y al último claro que llama

las huellas perdidas de mis pasos.

 

Olvidado de mí,

me anego en sus brazos.

Sus muslos cantan alas.

He deseado entonces ser presa

de la embriaguez de sus caderas,

beber, como de un río,

la frescura de sus pechos.

Pero en la oscuridad

se escabulle su cintura de niebla.

Me enceguece.

 

He perdido mi nombre

y mi pasado.

 

Abro los ojos y palpo la tierra.

Un aleteo me postra.

Implacable,

sorbe mi última gota de vida.


Toccatta und Fuge d-moll

A J. S. Bach

 

Aisladas entre cuencas falsas

-dinteles clausurados-

las habitaciones se colman de vacío.

 

Un pasillo pulcramente recto

desemboca como cascarón ausente

en una cámara.

 

Se adivina una mesa circular

donde reposan tres esferas;

la materia colapsa en las paredes.

 

Cosidos a sus féretros, los signos doctos

duermen con alas quebradizas.

 

Un esqueleto desnudo de apariencias

revela el pensamiento.

 

Discreto, el rostro asoma

por un marco labrado

sobre una textura arborescente.

 

Envuelto en su penumbra,

dirige una mirada

que detiene de los relojes el latido,

al tiempo que el aire insinúa

un arcano ritual de advenimiento.

 

De súbito, el órgano eleva humores sobrios,

y como el mar a los egipcios

inunda las cavernas del oído.

 

De la materia desprende

su aliento subterráneo,

levanta su oración en fugas.

 

En los cimientos de esa voz marina

nace el coro universal que abisma su eco

por precipicios celestiales,

delirio matemático de espejos

glosando escalas de infinitos.

 

En su profano aliento,

recuerda el compás

que reduce la creación

al espectro de la luz.

 

Voz que intuye su eco

en los abstractos laberintos

de la mente de Dios.

 

Voz cuyo aliento iluminado

se disuelve como niebla sacra

entre bancas frías y puertas entreabiertas,

en pinacotecas y sagrarios.

 

Se evade el órgano en las aletas de su soplo.

 

Entre velos de saber ignoto

Rembrandt hurta su faz,

único testigo de los interiores

que se ahogan nuevamente en mares de silencio.


Jesús Guerrero (a los 88 años)


Hoy, al final del canto, presiento que amanece.

En alas golondrinas crece el alba en la laguna.

El polvo se respira percutido por pezuñas

que indican el inicio de jornada.

Muros de adobe desgastado

duermen con paciencia.

Es mi despertar como la soledad del cielo,

como la misma soledad que constante

se repite en mi memoria.

Esta respiración cansada

me envuelve y se condensa

en mi pecho que no miro,

diluyéndose en silencio.

 

Momento hierático:

la simiente creció porque la riego.

Su sombra dilatada no lo supo.

Ahora escucho el latir del árbol

sincronizarse con el pulso lento de mis venas.

 

 

Años de luz, mi piel ajada.

Tez que no se mira en polvo

ante la cotidiana imagen

de un espejo turbio

tras el baño, ese milenario rito.

 

Como la laguna de Cuitzeo

hendida por las garzas;

como el manto policromo del sol

por Las Doncellas contenido;

como la tierra que a trazos efímeros se sobrepone indómita;

como sombrío ulular de tren, camino de Acámbaro;

muero en vida bajo sábanas mojadas por la sombra,

entre muros y espectros inquietando mis angustias,

desdeñando la presencia indomable de la muerte,

para sentirme –en la certeza de un instante–

casi eterno.


Lilith

I

 

Ángeles de terciopelo negro

aletean sin ruido.

Adormecidas sombras me acarician.

Una corriente de seda

disuelve la ventana.

La luz se recluye en mi mano,

se adhiere agotada a mis ojos;

el sabor metálico de mis entrañas

es acallado por la tierra.

 

II

 

Entramado, el horizonte

ha venido hasta mi calle.

La pluma vacila

sobre la hoja de color arena.

Tras las celosías de mis ojos

me espían dos racimos

de heladas estrellas.

Entre el cristal y la plata

intuyo el óvalo de su rostro

y mi deseo de mirarlo

se postra ante su imagen esquiva.

La tinta besa su piel,

sin acariciarla nunca...

 

III

 

Vaivén de pluma cayendo.

Su cuerpo inasible

como volutas de opio.

Su cabellera crece por los rincones

en flores y hierbas de ébano.

Respira desde pieles ajenas

y me arropa cuando la vigilia desfallece.

Torso intenso como el aire.

Sin moverse,

cambia de sitio.

En la calidez del silencio

su presencia reposa imperturbable.

 

 

IV

 

Luz que de mi mano se escabulle

como arena antigua.

Mis palabras se quiebran en su manto.

Lilith callará por siempre.


Evolución

I. AGUA

 

Ablución de la sed,

alivio del cuerpo.

 

Fuente en que el pasado atisba.

Cauce en que la vida es.

 

II. PLEXUS

 

uno           y            uno

 

 

son

 

dos   dos

 

que

 

son

 

 

uno


III. CRÁNEO

 

Bulbo al otro extremo de la vida.

 

Fecundador de la memoria

en quien lo mira.

 

Sus cuencas vacías

una caverna,

oscuridad que testifica

la luz

que perpetua su marcha.


Y si te preguntara en qué piensas

tal vez dirías que no hay forma de describir

la mano implacable del sol cuando la sed,

que no soportarías la dureza solitaria del eco

cuando un abismo engulle la mirada

‒cualquier mirada‒

que el tiempo se detiene sin cesar,

y el silencio de las piedras florece

criaturas que lo pueblan,

que tu piel mudó en la mía,

tu simiente en las cavidades

que alojan mi aliento,

que tus cabellos blancos

cayeron negros sobre mi cabeza.

Tal vez dirías que no hay admonición

sino las proporciones geométricas del pino

en que confundido se enmaraña el viento,

que bajo la losa que pisamos

las salamandras callan,

yacen sombras de agua y el vacío,

y que las palabras son vanas.

 

 

Sólo si te preguntara en qué piensas

y yo no lo escribiera.

 

(Andocutín, Guanajuato)


Nocturno

A Xavier Villaurrutia

 

El agua llueve rozando los labios del aire

en la silueta vacía que deja alguien

que es nadie.

El pavimento húmedo

come el rumor de unos pasos,

y las sombras cercan el rubor desvanecido

y dorado de aquella ventana.

Aquí, un reloj muerde orejas sin que nadie escuche

mientras se ahoga sin música el silencio.

 

Duerme, se esconde el nombre de las cosas

tras las horas calladas.

Muere su reflejo en las cuencas vacías

que tampoco se miran

a sí mismas.

 

Hay mares que sueñan tactos inventados.

Besos mudos que marchitan unos labios.

Hay un par de sueños que se sueñan,

cuerpo que espera un nombre,

nombre que anhela un rostro,

el rostro unos ojos

y los ojos

                 un alma...

 

Alma que yace escondida

sobre sábanas frías,

sin ser contemplada.

 

En el centro del camino

que divide a un par de alas

la noche no es lo que debiera.

Noche que no vuela.

Noche en que nos soñamos sin sabernos,

sin darnos cuenta.

Noche de desamparado aliento

en la que nuestros nombres se disuelven,

se hacen niebla.


Esferas chinas


El dragón.

El fénix.

La mano.

 

Las escamas del dragón

encienden la tiniebla.

Las plumas del fénix

hacen aletear al viento.

 

El fénix.

El dragón.

La mano.

 

El ave reencarnada

ensaya su atisbo de luna.

El reptil alado se guía

con el fuego en su palabra.

 

La mano.

El fénix.

El dragón.

 

El graznido inmortal

y la panoplia de cuchillos,

embrujados por la mano,

revolotean en círculo.

 

El dragón.

 

Sopla furia y cinco

dedos sangran.

Se forma un lago.

 

La mano.

 

Estalla roja

como flor volcánica

en el pecho de la noche.

 

El fénix.

 

Dispersa su ceniza

y vuela sobre

el viento alado. 

Las fotos que no tomé


Un auto girando sobre el cielo de la tarde –no hubo heridos-;

una niña de largos cabellos, cantándole al mar;

mi abuelo de espaldas,

caminando encorvado por la calle desierta del pueblo,

hacia el campo que se abre en horizonte,

 

también por la tarde.

 

Cada imagen transcurría como un sueño que me era imposible dejar

[de soñar.

 

Absorto

fui incapaz de alzar el brazo

interponer la lente

y disparar.

 

En las tres ocasiones terminé por decidirme,

pero aún tengo pudor por ciertas imágenes.

 

No pude robarlas para otra mirada que no fuese mi memoria

 

o la de esta página.


Dos bucaneros

A Emilio Salgari

 

Uno se llamaba Julio.

Otro se llamaba Juan.

El tiempo en que nacieron

era huérfano de buques.

 

A pesar de ello,

sabían esconderse en un rincón,

atisbar desde una esquina,

o partir plaza, colocarse

bajo la luz de los faroles.

Había sal en su cabello;

tenían cargados

los hombros de velamen

y en los ojos...

 

en los ojos anegado el horizonte.

 

Ambos practicaban el ultraje,

el uno con su daga de palabras,

el otro con su daga de silencios.

 

Os recuerdo que el tiempo en que nacieron

era huérfano de buques.


Los elementos

DAMA DE AGUA

A mi Tisha

 

En la ligera superficie de tu piel

la luz hace brillar al viento.

 

Con el trazo de tus manos

construyes las alas

que harán volar tu cuerpo.

 

El prodigio que emana de tus dedos

viste los mástiles desnudos de mis sueños.

 

Pluma que despierta el viaje

de mis fantasías:

 

Vestida de agua,

tu piel

es la ribera

en que mi sed acaba.



DAMA DE ARENA


A Edward Weston

 

Manantial de movimiento

la sierpe sigue la silueta

que en su piel dibuja el viento. 

 

Cuando la arena sueña,

sueña una concha esperando al mar

que una vez inundó de azul su lecho.

 

Labios de sal.

 

Viento que arde sobre las dunas

de una mujer sin nombre.



DAMA DE FUEGO

A Charles Baudelaire

 

¡Oh, belleza, a ti misma te consumes,

te expandes y disuelves en el aire!

Tu luz se esparce, danza cadenciosa,

hipnotizando las miradas que en tu baile te persiguen.

¡Qué ardiente soledad la tuya,

irradiando el calor que te consume,

y que consume las caricias que despiertas,

momentos antes de que alcancen a tocarte!

No eres sino un hechizo en la mirada,

una luz sin punto fijo.

Nadie, salvo tú misma, consigue poseerte,

hecha del fuego que desprende la materia

que en un breve momento se consume.



DAMA DE AIRE

A Noah Selth

 

Piel tejida en el espacio;

el movimiento de las cosas que seduces

deja testimonio de tu cuerpo.

Brazos y manos invisibles

acarician a los árboles,

moldean el agua de los lagos y los mares,

besan nuestros labios cuando hablamos.

En tu piel los amantes escriben sus mensajes,

de tu cuerpo se alimenta nuestro aliento

y nuestro último suspiro

se posa en tus cabellos.


El hombre que corre


Ausentes las calles,

cerradas las cortinas,

con candados los zaguanes,

los pájaros acicalándose el plumaje,

resiste el tiempo

como gato adormecido

y nadie se percata

del hombre que corre.

 

No hay reloj ni campanario.

No hay autobuses

ni trenes que lo lleven a esta hora.

No hay nadie esperándole

en alguna esquina.

No hay tenderos por cerrar.

No tiene a dónde ir

y, sin embargo, corre.

 

El aire estalla en sus pulmones.

Arden sus tobillos hasta encender sus ropas grises.

 

Nadie lo sigue,

de nadie se oculta,

sin embargo como un incendio, sin embargo, corre.

 

Los cables de luz se pueblan de pájaros

mientras sus piernas quisieran ser la otra,

el agua lagañosa a su paso se retira.

 

Quizá sus manos busquen

un último asidero,

pero no se mira cuál

ni se vislumbra una razón por la que huye.

 

Nada teme,

no tiene un sentido,

no es un loco ni un proscrito.

Es sólo que bajo su piel

siente el abrazo rojo de su sangre,

que en sus ojos quisiera

reflejar el cielo entero,

y sus plantas quisieran

alcanzar el horizonte.

 

Apagan las farolas,

los callejones se iluminan con sus voces.

El pavimento florece

a quienes buscan lo que nunca encuentran,

aquellos que para sentirse bien asidos al mundo

marchan con fiereza impaciente.

 

Un portón abre, un hombre asoma, lo mira,

pero ya no corre.

 

El muro le arropa con sombra

plena de recuerdos ignorados.

Y así, desde el reino

que gobierna el espacio

de su cuerpo

el hombre se ha sentado

 

y sonríe...


Mesón

A Santiago Cuenca Poblet

 

El tarro es una lámpara amarilla,

un farol dorado en la penumbra.

La catedral, pesada sombra

bajo la cual el vino abandona las botellas.

La antigua sangre de las uvas tiñe

las mesas ajadas por conversaciones,

húmedas de sueños

y solitarios circunloquios.

 

Respira la noche dulcemente,

con un sabor de fierro azul.

Ocres rostros insinúan su forma

sobre las paredes,

alumbrados por velas enfermizas.

Deslizan las voces como aceite.

 

Tañe una campana en las alturas de la noche,

su voz grave añora el brillo de la Luna.

¡Brindemos, cada uno por su ausencia,

con los seres marinos aturdidos de silencio

en las aguas más profundas del nadir!

 

La plaza yace aterida pasada la llovizna.

Los árboles encubren una huída,

reproducen múltiples, equívocas siluetas,

salvo una, aquella

que entre secos portones y balcones enrejados

se escabulle al final del callejón.

 

Sola, queda la sombra de la cruz,

frente al sagrario.


Mantarrayas

Altamar

Cuerdas trenzadas con espuma se levantan,

se escucha la respiración de velas de cristal,

deslizan las quillas transparentes,

cruje la luz de su madera,

inicia el trajín de esloras, interminable como el horizonte.

 

El albatros, sabiéndose su propia rosa de los vientos,

desde el puente blanco de su pecho,

                           dirige con sus alas

una orquesta de veleros transparentes que no lamen las olas.

 

Y siendo así, su casa y su destino

su único asidero,

trama rodante, oleaje del tiempo,

viajero de todos los aromas,

como el viento,

viento que pertenece a todos los puertos y a ninguno,

navega en él su silueta suspendida,

a contraluz 


frente al crepúsculo. 


I

 

El mar no es como el aire, sino como el tiempo anterior.

Cada mantarraya es la memoria de un sueño milenario.

En su boca indistinguible se guardan secretos

que ni siquiera sospechamos y en sus ojos negros

brilla el fuego grisáceo del recato.

 

II

 

Densos como el oscilar de un buque y su velamen,

los cuerpos de las mantarrayas

ejecutan danzas fantasmales.

 

Su dorso tiene el gris severo de arenas ignotas;

su envés, la ternura de una página en blanco

sobre el profundo silencio del azul…