Apuntes del subsuelo


Fundación Cultural Trabajadores Pascual y del Arte, A.C., México, 2002 (1ª), ISBN: 968-5243-12-3

Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), ISBN: 968-5601-20-8

Con prólogo de Javier Mardel (Premio Hispanoamericano de poesía para niños 2011) y dos grabados originales de Mauricio Vega.


Introducción, por Javier Mardel

El retorno de Eurídice (sobre Apuntes del subsuelo)


Diestro con la palabra, vasto en el lenguaje, acertado en las imágenes, atrevido con el asunto y, encima de todo, airoso en la empresa. Hablar de César Guerrero, el poeta, con el conocimiento necesario de su trabajo y persona, no representa mayor dificultad. Bastaría decir que es imposible reparar en ese conocimiento sin notar una clara manifestación de la Poesía en cada línea desguindada de su mano. Bastaría acaso decir que son verdaderamente pocos quienes pueden sentirse favorecidos por ese influjo. Bastaría, en fin, leer un solo poema suyo para encontrar, en éste, la elemental sustancia poética que nos es común a todos y que, en las palabras del autor, nos lleva a vislumbrar el misterio de las cosas ocultas, nos pone al oído el susurro de nuestras propias emociones.

César Guerrero es un poeta que se ha construido a sí mismo. En su trabajo pulsan, inalienables y en armónica conjunción, los dos atributos que constituyen la base fundamental de todo ejercicio poético: la emoción y la materia emotiva. Sus textos cumplen cabalmente con esas dos condiciones que debe abrigar cualquier poema, que son transmitir un hecho preciso y conmover físicamente, como la cercanía del mar. Hablamos de que no basta la llamada “inspiración” para realizar un poema, sino que hace falta, también, mostrar un patente dominio de los recursos que, tácitos en el texto, ayudan a conducir al lector al mundo reflejado en el interior de quien escribe. Esto Guerrero lo lleva a cabo notablemente. Pero tal logro no es gratuito. Su continuo y casi obstinado afán de aprendizaje le ha hecho enriquecerse con adelantos a otras manifestaciones artísticas, como lo son la música, el cine y la fotografía.

Elementos de diversa índole permiten a Guerrero salir del preceptivo y arcaico concepto de la composición poética. No se limita. Expande sus propias dimensiones, desde los más recónditos intersticios de su alma hasta los últimos horizontes de la palabra escrita. Así, no causa extrañeza verlo merodear en los campos de la poesía amorosa o en las regiones casi inhóspitas de un discurso con ambientación críptica. Su poesía es de registro alto y amplitud sin calibre preestablecido.

Si un gran mar se alimenta de grandes ríos, él ha sabido nutrirse del caudal emanado de fuentes poderosas. La sabia lectura que ha hecho de incontables libros permite al lector encontrar, como tenues destellos entre la luminosidad de sus versos, vestigios de Octavio Paz, Bob Dylan, Ezra Pound, Herman Hesse, sólo por nombrar algunos. Reitero: la calidad de su poesía no es gratuita. Hay en ella, bajo la ostensible presencia del lirismo, un objetivo consciente; una lucidez que evita al discurso desbordarse como un simple catálogo de bonitas construcciones gramaticales. Hay tras cada imagen un apasionamiento inteligente que justifica al poema, como si éste fuera una hermosa y sugerente máquina de precisión.

El llamado de la Poesía, es cierto, no le llega a muchos. Acontecimiento fortuito y casi siempre imperceptible es, aunque esto parezca extraño, más parecido a una fatalidad que a un designio. El poeta no es un elegido, sino un condenado: el condenado a vivir, como diría Sabines; y esta inexorable circunstancia pone al mundo de frente al poeta, lo pone como quien extiende un acertijo de belleza indemne que el corazón del poeta debe aprender a descifrar. Bajo su individual discernimiento, un hombre empeña su silencio en favor de la voz colectiva y en ocasiones varias ello adquiere la forma de una confesión. Finalmente, tras los versos del poema, el que escribe le confiesa al tiempo su osadía de vivir, su arrojada y no poco melancólica interpretación del universo.

César Guerrero es un guerrero que ha tomado juramento a la literatura y se ha armado con los instrumentos del espíritu. Cuenta entre sus aparejos, además, con un abastecido respaldo didáctico, una nítida consciencia de sus aptitudes, un digno manejo de su oficio y un merecido futuro de incalculables alcances que, gracias a la persistencia del amor, habrán de otorgarle la conquista de ese lugar designado para su obra; no digo en la historia, sino en un santuario más elevado: el reconocimiento y la adopción de su poesía por parte del lector.

Me parece, al pensar en él así, como un guerrero, alcanzar a distinguirlo en cierto atardecer frente a los muros de Troya; mirarlo de pie y sereno recortando en una colina la línea del horizonte; verlo protagonista de su propia historia y saberlo justamente del tamaño de su épica empresa. Podría ser un Aquiles, ¿por qué no? Pero ante todo, y quizá más valedero, un hombre que no depende de inmunidad mítica para encarar su propio destino; un hombre que –como todo hombre– aun sin lograr ver el siguiente paso, traza toda la ruta a seguir, todo el camino a recorrer por delante, como un sabio Homero ciego que se dirige a la luz perpetua por el sendero de la palabra escrita.

Para leer a César Guerrero no hace falta mas que vaciar la mente y dejarse envolver por la pulcritud en la esencia de sus palabras. Si bien el acto de soñar es un desprendimiento del mundo secular, cualquier imagen de un poema suyo es una pequeña moneda de poesía con la que se puede adquirir al menos una parte de ese otro mundo que todos, absolutamente todos, hemos conocido alguna vez en nuestros sueños.

El libro Apuntes del Subsuelo es un poemario viejo. Es viejo en cuanto a que en él convergen distintos y distantes recuerdos, y tal circunstancia es propia de una memoria sólida, sin fisuras. Es viejo porque en los poemas que lo integran vienen cabalgando su montura de siglos los diversos nombres y lugares que ahí hacen presencia. Es viejo porque no deja de dar la impresión de ser obra de un hombre que se ha encontrado a sí mismo, con una voz madura y con una percepción aguda del mundo inmediato, como a través de un cristal de aire. Cada poema que uno lee en el libro sabe a siglos, a tiempo, como si se hubiera escondido en no se sabe qué rincón de la historia y, tras largos años de misterioso letargo, se mostrara ante nuestros ojos en un solo instante, el instante exacto en que Poesía y Vida se encuentran sobre la encrucijada de una página.

Al ubicuo subsuelo de estos Apuntes... acuden también lugares lejanos y paralelos, una constelación de sitios no exentos de aroma, de color, de temperatura, y son estos componentes los que prestan al autor el referente necesario y nunca vano a la no menos necesaria pretensión de contarnos algo; pero no algo sordo y poco sustancial sino algo que evidentemente nos concierne y que hasta ahora no habíamos podido explicar. Y es que para desentrañar de las visiones su mensaje, es requerida la palabra del poeta: esa es su función. El poeta nos pone bajo la pérgola zodiacal de sus pesadillas, nos sitúa entre la tierra firme y el cielo conjetural para revelarnos la naturaleza del inefable tártaro cotidiano.

Dos aspectos dan consistencia a este libro: el acertado juicio para la selección de los poemas incluidos y la armonía entre ellos. Ya en el primer poema el autor da la pauta para leer los siguientes. Tras el estallido de un casco de cerveza la voz del poeta nos conduce paso a paso por el dominio de las tinieblas. La niebla impune del tiempo desdoblado correrá por nuestra sangre y habrá sido esa la cuota para transcurrir a través de ese infierno personal en el que a diario, por un momento, estamos. Recorreremos una ciudad ausente entre esculturas de hormigón y no sabremos su nombre, lo intuiremos acaso, pero cada quien elegirá la que a su parecer conserve aún la huella del fantasma herrumbroso de Caronte. Lentamente nos internaremos en la profunda sombra, en la pálida muerte, en el inexpresivo desierto... Arribaremos a la orgullosa y ennegrecida antesala del final: El palacio de El Escorial y la Isla de Manhattan hablando al Cementerio de la Catedral de San Pablo.

Dado el ambiente sórdido y desolado, a primera vista el libro pareciera ser de tendencia negativa, pero no es así. Para que el brillo del metal surja se necesita pulirlo; para pulirlo, debe reconocerse el óxido que lo empaña. Resaltar los vicios de la condición humana enfoca a su revaloración. Ubicar la parte herrumbrosa de la realidad presupone y salva la otra parte, la de las posibilidades productivas y loables del quehacer humano. Claro está que esto no se trata de una interpretación ética o filosófica, pero he ahí el trasfondo moral de la Poesía, no siempre indispensable, pero sí digna de encomio cuando en algo contribuye al desarrollo del espíritu. Al final, como si en toda esta penumbra no quedara clara la solución, valiéndose de un ingenioso dribling –un toque de ironía quizá– el autor lanza el poema último con un título como La Peste y cierra con una sola y esperanzadora palabra en la línea final: Vivir.

En la mitología griega, Orfeo pide al dios Hades el retorno a la vida de su esposa muerta, Eurídice. Hades, conmovido por los dulces acordes de la lira de Orfeo, concede la solicitud bajo una condición: Orfeo debe regresar al mundo de los vivos a través de una larga caverna tocando su lira y sin volver la mirada. Eurídice irá detrás de él y ambos llegarán al final del trayecto. Cuando cerca se encontraba la salida, Orfeo dejó de escuchar los pasos de su mujer y se volteó angustiado. Eurídice seguía ahí, justo detrás de él, pero Hermes, el emisario de los dioses, ya la tenía sujeta del brazo y regresó con ella al reino de Hades.

Nosotros podríamos dejarnos guiar como una Eurídice detrás de su Orfeo. Transitar el sombrío trayecto desde la matriz abismal del infierno y encontrar al término de la jornada el limpio resplandor de la vida. Pero cuidado: No es el autor y sí nosotros mismos quienes somos ese Orfeo. Cabe recordar no volver la mirada, no dejarse atrapar por la impaciencia y concentrarse únicamente en el punto luminoso esperando al final del camino. Tal vez aquella Eurídice no es otra que nuestra misma emotividad y atender en demasía a nuestro desconcierto, temiendo que las sensaciones se nos vayan de las manos, puede echar todo por la borda.

Si la serie de textos que componen el libro son los atinados apuntes del autor acerca de esa atmósfera enigmática y sugestiva, podrá cada quien entonces sacar sus propias y no menos fructuosas conclusiones.

Sabemos que Hades –aun si escasas– cumple sus promesas. El autor de Apuntes del Subsuelo lo sabe y mucho se ha esmerado en cumplir con un final prometedor y justo para beneplácito del lector. En tanto, queda sólo discurrir a lo largo de este bien logrado poemario y disfrutar de su adecuada manufactura. Estoy seguro que quien sea (así como yo) logrará encontrar en él un provechoso uso de su capacidad emotiva y no dejará de apreciar el recorrido hecho tras cada nueva leída a estos Apuntes del Subsuelo.


Javier Mardel

Abril de 2002



Javier Mardel (1978)

En César Guerrero Arellano. Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 7-12.

ISBN: 968-5601-20-8

Poemas de Apuntes del subsuelo

Desdoblamiento


Un casco de cerveza estalla en el filo de la acera.


Cuatro pasos

vuelven a ser un par

que improvisa su destino,

arrojados de súbito

a la frialdad del limbo indescifrado

que han hecho de sí mismos

y se miran aleteando a ras del suelo,

como pescados fuera de contexto.


A espaldas de la luz

algunos se sumergen en orgía

de personalidades trastocadas.

Luego un Maelström insondable

aparece en su mirada,

ávida de monstruos que la engullan.


Otros

sobreviven

y aprenden la elegancia del vigía.

Su piel se torna mármol,

como estatuas que se ocultan carcomidas.

Aprenden a paladear el silencio con las yemas del aire

y a descifrar sus callejones

Taxidermizan sueños ajenos,

entre multitudes de íncubos y súcubos

que de anonimato los visten.


Los desalados ángeles

se mueven con parsimonia de felinos

en la transpiración de sombras que exhalan las paredes;


sus siluetas


se deslizan por el follaje confuso


de ventanas huecas,


de postes erguidos enigmáticamente como monolitos milenarios,


de árboles sepultados en negrura,


bajo la mirada ausente de estrellas ya muertas.



Ahora saben que corre por su sangre la niebla impune del tiempo desdoblado.





César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 15-16.

ISBN: 968-5601-20-8


Mefistófeles

Eritis sicut Deus, sientes bonum et malum

(Gen, 3:5)


Una vez que los espíritus fáusticos

me invocaron fuera de la cuadratura del círculo,

que sus miradas inquisidoras

transgredieron conmigo el miedo al movimiento

y tomaron en sus manos las riendas del destino,


hube de disolver las riberas que se ofrecieron al hombre y por el hombre creadas,

derrumbé sus techos y desgarré sus vestimentas

a fin de que sus ojos pudieran hurgar en sus entrañas.

Quebramos en pedazos, inmisericordes, sin pausa,

cada una de las imágenes que sus ojos bebían,

las formas ingeridas en sus pieles mortales,

hasta moler sus restos en granos más finos que el polvo

y los extendimos sobre la mesa de disección del horizonte

y el viento y el agua y la luz las disolvieron en su lente diáfano

y pudimos escudriñar por vez primera el rostro oculto de su fuente.


Desafiamos a la muerte con soberbia en nuestros actos.


Fue entonces que dudamos de nuestros sentidos,

de los caminos señalados por nuestros atavismos,

a fin de construir, con la culta voluntad de nuestras manos,

sentidos nuevos y distintos;

obras perfectas como el pensamiento de Dios,

al fin traducido a signos mundanos.

Y cuando lo creímos hecho,

Dios bajó de su trono para dejar de existir,

pues supimos que Dios era Yo.


Pero he aquí que mis lebreles del método

agostaron su hambre y su sed en los campos

hasta dejarlos vacíos,

atrapados en la trampa de su orgullo que fue también el nuestro.

Así que vinieron a mí, desatando sus lenguas e hincando sus dientes,

amenazando a Fausto con ojos de gorgona y basilisco.


Hablan los lebreles:


"Enfebrecidos, obnubilados por lo que habíamos visto,

padecimos la locura sin saberlo, hasta que todos habíamos perdido algo:

un pie, la mano, por nosotros mismos devorados."


Su hambre no paró ante su mirada fraterna.


Mi espíritu se había vuelto contra mí,

a poco de condenarse a vagar entre los muros impasibles de la nada.


Es así que quisimos sembrar el caos para reinventarnos únicos, firmes,

omnipotentes e inalterables creadores,

y he aquí que el caos estaba también en nuestra sangre,

en el alma y en las obras, en la porosa humedad de nuestra médula.


Es así que tanto como atacamos nuestras falsas certidumbres

en busca de una sola llave, hoy nos resignamos

a la infinidad de puertas que llevan a otras puertas

y más puertas y otras llaves que no han sido encontradas,

mientras que algunas de ellas son digeridas lenta,

inevitablemente por la herrumbre.


Es así que la violenta agonía no cesó hasta que bajamos la cabeza

y aceptamos que orden y caos eran inherentes a nuestra anatomía

−víctima virtuosa de sí misma−;

que a cada respuesta sólo le está dado rondar la espalda de la otra

para recordarse que no hay ninguna invulnerable

y que su permanencia dura apenas un instante.

Es así que renacemos.


Es así que mi nombre es nuevamente sólo un nombre:


Mefistófeles.



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 17-19.

ISBN: 968-5601-20-8


Las gárgolas de Le Corbusier

La casa es una máquina de vivir

Le Corbusier


...y se alzaron muros sencillos, blancos;

ventanales que no dejaban lugar a dudas;

desaparecieron los rincones por imprácticos,

y eran simples las escalinatas.


Cada centímetro estaba calculado,

cada ladrillo se repetía en otro que tampoco tenía nombre,

cada punto seguía a un punto y éste a otro y sucesivamente.

Ventanales transparentes, por los que entra luz gris y sin contraste.

Fueron enterrados los alambres, las antenas de hierro.

Todo fue aún más preciso,

hasta ser la suma exacta de las partes.


No un hogar, tampoco una casa,

sino una imparable lavadora

de atormentados sueños multitudinarios, todos ellos semejantes,

sueños arrullados por congeladores sin escarcha,

por el zumbido de afinados motores,

No pesadillas de luz cálida

sino blancas carreteras de neón.

No polvo ni arena,

sino hoyos negros domados con interruptores.

Tampoco manos, brazos, pechos,

sino cobertores eléctricos afuera de las pieles

para engañar el frío adentro de las almas.

Cinescopios para desconectar miradas,

ruido ambiental para ocultar insoslayables huecos,

guerras virtuales para aturdir al odio.


Entre paredes de colores metálicos,

cuadros en los que habla el plástico,

hombres abstractos, si es que hombres,

vacíos inmensos tras los ojos,

vacíos por debajo de la lengua,

incubándose en la sequedad de los testículos,

en los callados juegos amaestrados de los niños,

en los sexos tristes

masturbándose mecánicamente en los retretes...


Los espacios calculados se plagaron de vacíos,

tal vez porque las gárgolas de Le Corbusier no tienen alas

y garras mucho menos;

tal vez porque las gárgolas de Le Corbusier

carecen de tizones encendidos en los ojos y de escamas,

no silba el viento cuando se afila en sus colmillos,

no proyectan sombra

y no ahuyentan a nadie.


Las gárgolas de Le Corbusier

descansan invisibles, intocables,

sobre pretiles paralelos

y las aristas de vigas bien templadas.


Acaso por eso no las vemos,

acaso se escondan,

como circuitos diminutos de silicio,

temerosas de soñar

las imposibles litografías de Escher,

fugas deíficas en el órgano de Bach,

irrefutables paradojas previstas por Kurt Gödel.


Su razón es pura, inconsciente.


Las gárgolas de Le Corbusier se yerguen

sobre los cubos sobrepuestos de Descartes.



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 20-21.

ISBN: 968-5601-20-8


Dos visiones

A Santiago Cuenca Poblet


I


A mi izquierda

me habla angustiado el poeta.

Las palabras le faltan

y las canas le sobran.


En sus ojos ronda la muerte.



II


Baila Afrodita.

Sus articulaciones mecánicas giran 360°.

Sus ojos no saben de amor

pero leen el calor cuando,

en pago de su cuerpo amaestrado,

caen los denarios.

Bajo su piel el silicio ha subyugado la vida.


Su baile estremece.


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), p. 22.

ISBN: 968-5601-20-8


Necrópolis

Atarjeas en que se ahogan los peatones,

angustia negra, pesadilla del poeta.


En estas esculturas de hormigón

no pudo descubrirse nunca un gesto.

En la roca de estos cañones

no se encontraron sino vetas verticales de acero.

Por las grietas que se hundían hasta perderse,

no hubo ríos escondidos, sino sombras;

y en ninguno de sus múltiples nichos

la visión de la cámara pudo atisbar el horizonte.


Estas rocas no son los rojos desiertos de Utah,

sino las piernas en que se apoyan cielos grises.

Este resultó ser el paisaje natural de los aviones,

un bosque de grúas habitado por neumáticos.


Una ciudad ausente, sin ojos,

cadáver de espacios horizontales.

Esta Polis de las companies, palacio

de apellidos multinacionales, es

una Necrópolis de hombres, lugar

en que las calles son raíces insondables

y los techos el invernal follaje de las nubes.


Sitio en que el mar es la antesala

de subterráneos ríos.


Por sus puentes de orín transita

el fantasma herrumbroso de Caronte.



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), p. 23.

ISBN: 968-5601-20-8


Nada y penumbra

A Cyrill Collard


Duermen los niños con sus cabellos delicados sobre almohadas limpias.

Duermen juntos los muslos sobre lechos tibios y seguros,

convencidos de que faros velan las banquetas

y de que las cloacas han quedado bien selladas.


Sí, bien selladas.


Trabajan las bombas como Goliats domados

para que ascienda hasta los blancos mosaicos, limpia, el agua.


Otros tubos abren además sus fauces

tras las rejillas-bozales con que resguardan su aliento,

prestos a tragarse los pecados del mundo,

el pus de sus heridas infectas,

sus dolores ocultos

y los secretos innombrables.


Se agitan sin embargo las entrañas de los puentes, donde la luz no existe.

Bajo las calles, entre raíces de casas y edificios,

tras muros inmunizados con cal,

siniestras sombras desfilan ciegas reconociéndose en el tacto,

como reconoce al techo el humo que escapa sensual

de la colilla inerte de un cigarro.


A las educadas márgenes del río,

bajo el murmullo de las autopistas,

yacen varillas, esqueletos corroídos,

cables y nervios que pueden romperse.


Por un instante,

el mismo en que la Luna

pesa sin rostro en el cenit,

se descorren los cerrojos

para desatar salvajes placeres

sobre el mármol roto de criptas respetables.


Las sombras hedónicas se arrastran y acarician,

respiran deseo desde su pieles corruptas como el fango.

Ninguna de ellas tiene nombre,

ni pasado o futuro, salvo el que les dicta su silueta.

Se desvanecen vacías

en la garganta de la madrugada

antes de que el alba se anuncie siquiera.




César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 25-26.

ISBN: 968-5601-20-8


Entre riberas indecisas

Agobiado por el rostro omnipresente

de mi rostro, reflejado y suspendido,

me asedian las visiones

sobre un cristal de aire sin sustento;

me envuelve su tangible promesa,

ignominiosa y bella,

para desvanecerse al día siguiente.


Entonces, el eco sordo de mi aliento

me cuestiona desde la hierba muerta.


Huyo y retorno al delirio,

sin permanecer nunca,

temeroso de respuestas

que procuran anularme.


Confundido por árboles de savia inerte

entre los que pretende guarecerse mi presencia

abandonada a su propio tacto y sombra,

represento una comedia infernal, una farsa idiota

ante el ojo ausente y sin sentido de la Luna.


Desde ese espejo de luz fría,

sus dedos de blancura ignota

extienden un sendero poblado

por agudas navajas de luz

que ofrecen su salida hermosa

sobre el abismo incierto de la noche.


Deseoso de la inconsciencia eterna

el dolor cierra los ojos

y salta con las patas quebradas hacia ella.


Pero gana el lobo que despierta de nuevo

a un alba gris y mortecina,

y emprende así una huída más,

confirmando nuevamente mi impotencia,

hacia la imprecisión inagotable de la estepa.


(Harry Haller)


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 27-28.

ISBN: 968-5601-20-8


La muerte de Virgilio

A Cristián


Hubo un pálido reflejo azul

en cada gota de lluvia que caía.

Los gatos concentraron silenciosos y por horas

su mirada en los rincones.

Con su dulzura desolada, Billie Holiday

estremeció el polvo acumulado en sus libreros,

por debajo de la puerta

salieron pudorosas las volutas de humo

y, olvidado en una taza fría,

palideció el aroma del café.


Innumerables páginas posaron en derredor suyo,

conjurado ya el temor al fuego y limpias de cualquier ceniza.


Vinieron el juglar desde su exilio,

la ternura mancillada, los magos en descrédito,

con sosiego los rebeldes, y una multitud que,

sin conocerle, se supo comprendida.


Las barcas, otrora sostenidas

por sus hombros de profundas aguas,

lo llevaron a la superficie.

Duendes le cobijaron con cuentas de vidrio,

coronas de flores se tejieron con hojas de tabaco

y la jungla asediada anidó por un instante entre sus brazos.


Es así que su cadáver fue puesto bajo tierra.


Entre callejones y ductos oxidados

cubiertos por puertas estropeadas

vagaron y bailaron con las sombras

y los grises tonos de los patios

sus innumerables versos,

de rítmicos y ebrios malabares.


Y aun aquellos que perecieron a su excelsa furia

encontraron patria nueva en oídos congraciados por el sol.



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 29-30.

ISBN: 968-5601-20-8


Paisaje desértico

Sentado sobre mi sepultura

escucho el murmullo de mis huesos.


Mi vista se empolva con la fineza granulada del sepia;

mis labios se ahuecan como una caverna milenaria.

Rastro y rostro se confunden con las grietas en el suelo;

las manos y los pies se me van desmoronando como barro.


Miro las montañas que se evaden a lo lejos,

planas e inexpresivas como el horizonte,

y sé que ocultan el presentimiento del vacío.

Resguardado en el valle del silencio

siento desaparecer las huellas

de mis conatos de huida a ningún sitio;

tras el soplo reservado de mi ausencia,

decido expulsar al tiempo y me detengo.


Aquí sigo, en el centro mismo del silencio,

como montículo metamorfoseándose en roca

bajo la pureza quintaesenciada y aplastante del azul cobalto;

con su ubicua y circundante luz que a la sombra somete,

quemada ya de toda superficie sin relieve.

Palpo mientras tanto el golpe seco y sordo de mis huesos,

traduciendo silenciosamente en clave

esa irreverencia suya

al destino ingrato de no ser mas que un recuerdo.


Creo que sueño, sin saberlo,

un tono sangre regresando a fecundarme la existencia

montado sobre las alas ligeras del alba, que se extienden

desde ojos que me miran y me tientan mirándome,

con un casi seguro desengaño confirmándose al paso de los días.


Pero tengo atoradas las coyunturas del yunque y el martillo,

ahíta la resonancia tensa de los tímpanos,

callosas de silencio las yemas de mis dedos,

plagados el gusto y el olfato con la textura insípida del agua seca,

y, por si fuera poco, insensibles al espectro las retinas.


Mis huesos presienten el rojo a partir del negro de su entierro,

desde la óptica del perro muerto.


Y así, desdoblado por la dudosa muerte de mis almas

e inconsistente como el polvo sin aliento,


quedo inmóvil.



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 31-32.

ISBN: 968-5601-20-8


Despeñadero

Todo se desvanece como el sonido azul

de un avión que se aleja, desfalleciente,

hasta no ser sino un punto,

índigo o blanco, negro o gris,

mas sin contraste, ahíto de espacio,

anegado de vacío.


Arribar a puerto cuando el barco se ha ido

y las amarras rotas golpeando, desvanecidas,


sobre el muelle de roca


atadas a puerto como las algas

sobre el muelle de roca.


Arder como un quinqué a mediodía,

brillar como una estrella

huyendo para buscarse

tras un cielo nublado,

fuera de sí misma.


¿Quién es quién?

¿Cuál eres tú?

¿Cuál soy yo?


Las espadas hieren el aire.

El aire no silba.

Tampoco se expande el metal.

No reverbera al caer, vencido,


sobre el muelle de roca

sobre el muelle de roca.


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 33.

ISBN: 968-5601-20-8


Yuma, Arizona

Amargo como el rostro del café

y sobre un camino anónimo;

a resguardo del cielo a fuego vivo.


De los pliegues de sombra

salen dedos de tierra

afilando cuatro cuerdas

como cuchillos blancos.


Sobre la carne seca del tiempo,

de ayes vagabundos,

cuchillos agudos como espuelas.


La sangre hurga inexistentes poros,

bulle agónica, derramada, sedienta,

bajo la visión impávida,

bajo la mirada de acero del lagarto

que marcha a los subsuelos.


Las venas,

así arrojadas a la arena

como una red astrosa,

se tornan cicatriz inútil

sobre la sal de piedra.


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 34.

ISBN: 968-5601-20-8


El Escorial

Y esto que yo edifico

no es piedra, sino alma, el fuego inextinguible


"Silla del Rey"

Luis Cernuda


No hay eco que recorra

estos pasillos de mármol,

ni ojos que miren los sueños del bosque

que los vitrales interpretan.


La luz cristaliza sobre manos ausentes

buscando los cubiertos de plata

en que orgullosa deseaba mirarse.


Entre muros vacíos de conversaciones

reina el silencio como sombras en la noche,

y los colmillos del frío ahuyentan el vuelo de las aves.


Hay quien dice que las veredas esconden

el recuerdo inalterado de ingrávidas carretas

transportando a la real estirpe de cadáveres,

al polvo de los Dueños del polvo.


La tierra recuerda en el estío el sudor de los pies

que levantaron el monasterio en que la muerte reza.


Sobre la dura piel del granito,

entre las piedras venidas desde lejos

para alzarse sobre el cuero de la tierra de España,

flores negras ofician la memoria de los héroes

en el día de San Lorenzo.


Este palacio yace como cadáver del tiempo;

duerme sobre hierba que no crece bajo el peso de su espalda,

sobre agua que no aflora, bajo el sol que no le hiere.


Felipe II ha reunido en él a su familia,

expiada ya de angustias y de intrigas;

mas alfombras y manteles no registran barro ni migajas,

y la lascivia del vino no resbala por las copas.


No hay conquistas ni lejanas campañas

sino el claustro donde los adalides callan.

Los bronces de Leoni los custodian,

y geniales lienzos embellecen el polvo

de los Dueños del polvo que,

alzado por anónimos brazos,

concebido por sobrios arquitectos,


les resguarda.


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 35-36.

ISBN: 968-5601-20-8


Manhattan habla al cementerio de la Catedral de San Pablo

Caccianli i ciel per non esser men belli,

né lo profundo inferno li riceve [...]

Questi non hanno speranza di morte,

e la lor cieca vita è tanto bassa,

che ´invidiosi son d’ogne altra sorte.

Fama di loro il mondo esser non lassa;


Dante Alighieri, Inferno, Canto III.




Muertos del agónico 1700:

¿Qué oscuro misterio ha borrado los nombres de sus lápidas?

¿Qué rencoroso anatema ha trocado las gotas de lluvia por besos marchitos de hollín?

¿Dónde el viento que arranca letanías a los árboles de cementerio?

¿Quiénes son los ladrones que hurtaron el manto inexpugnable del sol?

¿Dónde ha quedado la luz que levanta las flores sobre el pecho de los muertos?


Ennegrecidas, desgastadas piedras

sobre un terrón de hierba enferma:

Debajo, por corroídos túneles

gritan gusanos de hierro

arañando sus espaldas.

Por laberintos de hormigón y vidrio negro,

al fondo de aquel callejón,

la brisa marina se confunde y se suicida;

y a lo lejos, aúlla diluida una sirena,

buscando el cadáver ahogado del horizonte

bajo las grises aguas del río Hudson.


En esta catedral sin velas,

en esta catedral sin fieles,

no hay rezos ni palomas que se eleven a la luz,

no hay gatos o mendigos merodeando sus paredes.


Destino errado en mi cuerpo de acero,

falsa sepultura sin descanso,

ni sagrado ni infernal,

campo anónimo a la sombra bípeda del Centro de Comercio

víctimas del indiferente ajetreo mundano,

sin paz ni sufrimiento,

¡retuérzanse, muertos del 1700!



César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), pp. 37-38.

ISBN: 968-5601-20-8


La peste

A Werner Herzog


...y en lugar de entristecerlos,

el aviso de la muerte, los liberó.


Exprimieron horas de la luz

como jugo de las uvas.


Bailaron,

cantaron,

se enamoraron.


Olvidaron sus penas para siempre.


Todos abrazados,

eligieron sonreír

y cometer un último pecado:


Vivir.


César Guerrero Arellano (1978)

Apuntes del subsuelo, Ed. Urdimbre, México, 2005 (2ª), p. 39.

ISBN: 968-5601-20-8